Y en tu empresa, ¿cómo reaccionan a las iniciativas de corrupción privada?
La penúltima vez fue en una Expo. En búsqueda de nuevos clientes, mi empresa exponía en un evento relevante de su industria. Fue uno de tantos que caminaban por los pasillos en búsqueda de proveedores nuevos. Era un ejecutivo de una asociación que agrupa un sector productivo relevante.
Con sonrisa y disposición, pidió informes. La asociada a la que aleatoriamente le correspondió atenderlo no tardó mucho en escuchar el planteamiento: “he trabajado con su competencia y sé muy bien lo que hacen”. “Si me das el 10 por ciento de lo que la A.C. te compre, te asigno a ti todas las conferencias”. Acto seguido, explicó que podría ser sobrecosto y que su parte lo facturaría a través de una empresa “debidamente constituida”.
El tema escaló a los socios y dimos la instrucción de declinar. Nunca la habíamos hecho, y a pesar de lo atractivo de la magnitud de esa cuenta, no dudamos que esa no era la forma.
En su definición más simple, la corrupción es la práctica que consiste en hacer uso de poder, de funciones o de medios para sacar un provecho inapropiado, normalmente económico. Quien decide ejercerla rompe la obligación fiduciaria que tiene para procurar el mejor interés de la entidad para la que trabaja y que, por ende, le paga. El soborno o la dádiva son sus expresiones más comunes, pero la lista de formas y su mecánica de instrumentación es extensa y creativa.
El sector público no tiene el monopolio de la corrupción. En el sector privado también se viven casos. No es fácil determinar en qué magnitud y en qué niveles, pero asumir que esta no se presenta en la IP es ingenuo.
En el esfuerzo de vender, siempre hay quienes tienen la tentación de ofrecer una retribución indebida. Y en la tarea de comprar, siempre hay quienes tienen el estímulo de exigir una participación inapropiada del negocio.
La última vez fue por teléfono. Un excolaborador de una empresa competidora se comunicó con mi socio. Afirmó que ahora trabaja en una productora de eventos para grandes corporativos.
Aunque no se habían visto en años, no tardó nada la llamada en evolucionar a su interés. Estaba por contratar un servicio con una empresa en Estados Unidos bien conocida en nuestro gremio y parecía tener todas las variables de la ecuación ya listas para su oportuna implementación. Sin embargo, sus deseos no se limitaban a servir bien a su empleador y mejor a su cliente.
Propuso darnos la información comercial necesaria para que fuera nuestra empresa quien resultara proveedor de tal servicio. ¿Qué quería a cambio? Que del margen que el negocio ofrecía y que él decía conocerlo, el 50 por ciento lo retuviésemos como compensación por la transacción, el 25 por ciento se lo depositáramos a la empresa en la que labora como participación del negocio debidamente facturada y el 25 por ciento se lo entregásemos a él como una comisión oculta para sus actuales empleadores y para la contraparte americana.
El planteamiento se informó en la junta de socios. Se analizó como algo tan deshonesto, como inverosímil, y se declinó con inmediatez con un mensaje claro de que se abstuviera de volver a hacer cualquier tipo de propuesta en ese sentido en el futuro. El protagonista mensajeó una disculpa.
Si bien nadie es inmune a propuestas corruptas en el sector privado y cualquier día se pueden espontáneamente presentar, sí es posible decidir qué tipo de empresa se quiere ser y sí es posible determinar las fronteras de lo que en tu organización se promueve y se rechaza en su actividad ordinaria de negocios.
La vida empresarial, como la vida misma, está llena de decisiones alternativas. Así, mientras unos deciden buscar formas de corromper para ganar dinero, otros deciden buscar formas honestas de producirlo.